jueves, 14 de febrero de 2008

Robar

Hoy me enfrenté dos veces a una situación a la que ya me enfrenté en este viaje. La primera fue a la tarde, en el gift shop del Museo de Arte de Catalunya, y la segunda fue a la noche, en El Corte Inglés. La vez precursora fue en el gift shop de otro museo, el de Picasso. Pero todo se remonta más hacia atrás.

Cuando estuve de viaje durante la mayor parte del 2005, descubrí que en los países desarrollados es mucho más fácil robar que en Argentina. El motivo es obvio, es más fácil robar porque la gente no roba. Ahora, eso no tiene ninguna importancia, siendo que yo soy argentino, y más allá de apreciaciones morales, como argentino que soy, suelo plantearme qué tan fácil o difícil me resultaría sortear alguna ley.
El punto es que ya en París en febrero de 2005 decidimos que no pagabamos transporte público y así fue. No había por detrás ni pasión por el delito ni por la adrenalina (aunque una vez a Denis y a Eric los agarraron unos ratis con perros y les cobraron una multa y fue muy adrenalínico para todos) sino que simplemente si los señores de traje y maletín saltaban el molinete nosotros no íbamos a ser menos.
Ese fue mi bautismo de fuego en infringir la ley en el viejo continente. A eso le siguió el robo de postales en los museos israelíes. Tenía una cuota mayor de adrenalina porque era un bien y no un servicio el que estaba siendo expropiado, y además, un bien inútil. Ahí ya tuve que desarrollar una técnica: metermelas en el bolsillo. Muy elaborada por cierto.
Ese año también estuve en Italia, y no recuerdo si robé. Si robé, habrán sido postales en museos.
A lo que quería llegar, como decía al comienzo: ya van tres veces que quiero robar en Barcelona. Pero no me agarra como en las otras ocasiones, en las que robar tenía un fin recreativo. Paso a detallar la primera situación.

Después de recorrer todo el Museo Picasso, desemboco en el gift shop. Primero, miro las postales en busca de cuadros miniaturizados que me hayan gustado en su versión auténtica. Encuentro dos. Las agarro. Las llevo en la mano mientras miro todo el resto del gift shop (un gift shop muy grande) hasta que llego a la librería y encuentro Las once mil vergas de Apollinaire. Acá, debo abrir un paréntesis (para contar que estoy leyendo otro libro, El pasado, en el que Rímini lee Las once mil vergas para masturbarse, y que antes de leer El pasado no sabía de su existencia; en dos días leí sobre él y lo vi en la librería). Sale como 10 euros. Son como muchos pesos. No sé si está en Argentina. Pero ahora que lo vi, me lo quiero comprar. Pero es mucha guita. Y entonces, aparece la idea: ¿y si me lo robo? La primera objeción es si sonará la alarma cuando pasás por los cositos o no. Sospecho que no. Pero no sé. La segunda objeción es cómo me lo robo. No sé tampoco. Camino por todo el gift shop de nuevo, con las dos postales y el libro. No sé si comprarlo, robarlo, o abandonarlo... Finalmente decidí pagarlo, explicándome a mi mismo que un almuerzo sale eso. Pero me guardé las postales en el bolsillo.
La segunda fue hoy. No hubo dudas, pero tampoco premeditación. Terminé de recorrer el museo (después de cinco horas y media) y entré al gift shop. Miré las postales, no me interesaba ninguna. Miré el resto del gift shop. Volví a mirar las postales: agarré (y las saco de la mochila ahora para enterarme, porque no me acuerdo) una de un coso de arte decorativo de Gaspar Homar (Berenar al camp), una de Gaudí (Sofá doble de la Casa Batlló), una de Ramón Casas (el nombre es buenísimo: Primero pasarás sobre mi cadáver) y una de Fortuny (L'Odalisca). Me las metí en el bolsillo y salí, tan campante.

La última fue más heavy. Fui a El Corte Inglés, una tienda como la Lafayette en París, a comprar un Ásterix para mi papá. En ese tipo de tiendas, no hay que pasar obligatoriamente por la caja para llegar a la salida. El Ásterix no era para mí, era para mi papá, y no lo pagaba yo: no existía motivo para que lo robara. Aún así, me asaltó la duda. Ya me empezó a parecer un toque raro de mi parte: yo en Buenos Aires no suelo robar. Tuve una época de robar Mogules de los Blockbuster pero ya terminó. Creo que hay dos vertientes a tener en cuenta cuando se habla de mí robando: una es la ideológica, que obviamente es irrelevante. Sería una diatriba sobre lo que factura un lugar como ese, sobre que nadie se ve perjudicado porque yo robe, y sobre la destrucción de la propiedad privada de las sociedades anónimas. Se podría incluir el tema del presupuesto en el que tienen en cuenta pérdidas por robos, el libro diario y la concha del mono.
La otra vertiente es la psicológica, que por culpa de mis referentes de infancia creo es la más importante. Se pone en juego lo prohibido, ponerse en riesgo, demostrarse a uno mismo que se es re copado, Jorge Bucay en calzoncillos fríendo bolas de fraile y envolviéndolas en las páginas de la revista Viva. Seguro, pero seguro, se pone en juego también el hecho de que no la pongo hace mucho.
En el momento pospuse la decisión, pero siendo que no era mi plata ya sabía que iba a pagar. Pero entonces, un oscurecimiento. Un lomo de color con una barra negra en el medio, un apellido y un título. Y otro. Y otro. Había encontrando los libros de la Editorial Anagrama. Los precios: 6 euros, 7 euros, 8 euros con cincuenta. Agarré uno, Lanzarote de Houllebecq, dispuesto a comprarlo. Pero entonces, encontré más, y más. Agarré Espera a la primavera, Bandini de Fante. Y Pulp de Carlos Bukowski. Pensé en robármelos todos. Finalmente agarré uno más, Historias extraordinarias de Dahl. Si me robaba cuatro, y me agarraban, iba preso en vida y después al infierno cuando muriese. Pero no podía pagar todo eso.

El plan del robo era simple, y estaba seguro de que funcionaría salvo por un ítem. Yo quería salir caminando, con los libros en la mano. Qué mejor forma de robar que en actitud de viandante inocente. No es un concepto mío, lo sé, pero que es cierto es cierto. Pero no sabía si sonaban. Siempre sospecho que no, si a la ropa le ponen todo ese coso grande que hay que sacar con una máquina especial, es obvio que las etiquetas con un código de barras no suenan. Pero, nunca se sabe. A qué arriesgarse, cuatro libros es mucho. Decidí que lo decidiera el destino. Fui a la cajera y le pregunté "¿Se puede pagar abajo?". Si la respuesta era sí, bajaba con los libros y me iba caminando. La respuesta fue no. Quedé atontado. Todavía no había decidido si quería robarlos, pagarlos, dejarlos o quedarme a vivir en El Corte Inglés, cuando otra cajera me dice "¿Me acompañás?". Ya no tenía escapatoria. No necesitaba ninguno de esos libros, pero a la vez sí. Y si pagaba por todos, más allá del dolor de bolsillo, me iba a pesar en la conciencia (sí, así y no al revés). Le entregué tres, todos menos el de Houllebecq, más el Ásterix. El restante quedó en mi mano. "Son 30 euros" "¿30 euros justo?" "Le has pegado, 30 justo". Pagué con una mano, mientras con la otra sostenía el librito celeste. Me da una bolsa, me da el ticket, me da las gracias.

Mientras bajo por las escaleras mecánicas el único tramo que me separa de la calle, meto el libro impago con los libros legalmente adquiridos y con el ticket en la bolsa. Los pasos que di hasta la calle, aunque comunes a la vista de la gente, fueron pesados y reflexivos. Vi la línea de meta entre las dos columnas que activarían la alarma. Estaba jugado. Cinco pasos, película de un futuro cercano humillante, repleto de expliaciones y gallegos enojados, y tal vez algún madero y una multa, un paso, CLIMAX,






salida sin complicaciones, cigarrillo triunfal en la puerta de El Corte Inglés, pensando en el próximo golpe,
en pilas y pilas de libros de colores.