miércoles, 4 de marzo de 2009

Hacer caca

(Viene de el post anterior)




Hice caca. No vomité. Me siento mucho mejor.
Es como que el blog es mi amigo. ¿Debería ser triste? Digo, se supone que eso es triste, ¿no? En todo caso no me lo parece. Lo que sí es seguro es que los blogs tienen tan bajo nivel en promedio porque mucha gente los usa de amigo, como yo contando (¿contandoLES, a los lectores, que además son mis amigos porque nadie que no esté acá al lado en Serán más famosos que Paulo Coelho además de Joni leen mi blog, o contandoLE, al blog? ¿tal vez no tengo lectores por mis afición a las frases denodadamente largas? ¿se deberá mi afición a las frases denodadamente largas que se encabalgan las unas a las otras como homosexuales en un sauna al hecho de que nuestra Señora Presidente de la Nación Cristina Fernández de Kirchner también las ama, y las utiliza todo el tiempo con el fin de lograr esa maravillosa oratoria de la que está dotada gracias a Dios? Como sea, hoy mis palabras favoritas son denodado/a y denodadamente) que me hago caca. Pero debo alegar a mi favor que decirselo a alguien me ayudó a tomar valor para ir a hacer caca, y de hecho fui a hacer caca apenas oprimí (figurativamente) el botón (figurado) que reza "Publicar entrada". Ahora bien: ¿decirselo a alguien? Esto no es decirselo a alguien. Decirselo a alguien sería que les mandara un mail, por lo menos se acercaría bastante más al concepto de "decirselo a alguien" que esto de escribir en un blog cual naufrago escribiendo un mensaje en una botella. Piensen en la siguiente imagen... no, mejor: lo escribo como relato. Ahí va:

(¿se nota que hoy no vino mi jefa?)

El muelle estaba desierto. Ni una persona se hubiera podido divisar, de haber estado alguno de nosotros allí, oteando el horizonte. El mar y los apretujados galpones rojos y verdes estaban encapotados por un cielo nocturno sin estrellas. Algunas gaviotas sí habían, en cambio, volando en círculos alternativamente por sobre las tablas de madera y las embravecidas aguas negras. Sin nadie para escucharlo, el viento rugía su furia voraz, aplacando todo lo otro, los chillidos de las aves, algunas campanas moviéndose solas, y un sonido vítreo que una botella hizo al chocar, suavemente, contra la pared de piedra. Una botella que había llegado de muy lejos, desplazada junto con grandes masas de agua, peces y plancton, por acción de las corrientes marinas. La botella no se rompió, sino que siguió su curso, ahora arrastrándose por la pared hasta la entrada de un canal, que por magia divina operaba en este momento a la inversa del famoso dicho del Eclesiastés que reza "Toda el agua va hacia el mar".
Era verde, de cuello largo y panza abombada, y llevaba un tapón hecho de cera de vela y mugre. Tenía capacidad para dos litros de cualquier líquido o elemento pasible de ser mesurado en litros, pero su capacidad no estaba siendo utilizada completamente. En verdad, lo que llevaba no ocupaba mucho espacio: se trataba de un pedazo de papel. En su condición de botella podría haber tenido muchos posibles fines, desde el transporte de líquidos hasta la defensa personal, pasando por la iluminación (como parte de una bonita lámpara-botella de rústica confección hippie), la escenografía, el ornato... pero no era ninguno de esos su fin: su fin era la mensajería.
¿Era su fin la mensajería? Quizás nos apresuremos al sacar esta conclusión del solo hecho de contener un pedazo de papel amarillento, quemado en los lados y enrrollado. Esperemos, para qué conjeturar. Este mundo está hecho de sorpresas, una tras otra, una tras otra. La imprevisibilidad de las cosas es la sal de la vida, solía decirme mi amada y vieja abuela Greta, en nuestros interminables paseos por el prado.
Rauda corría la botella su regata salvaje por los canales de la pequeña ciudad, como poseída por alguna clase de imperiosidad sobrenatural. De milagro (como todo en esta vida) no estallaba contra los obstáculos que se le presentaban en el camino, y seguía, siempre rauda, como ausente. Su divagar apresurado la llevó a desembocar en la rampa que un pescador se había hecho construir por expertos albañiles a metros de la entrada de su casa, para bajar su bote al agua con facilidad; quizo el azar que el ángulo en el que la rampa la recibió fuera el correcto para un salto en el aire y un seguro aterrizaje. La botella quedó finalmente, erecta e inmaculada, centrada sobre el tapete de bienvenida del dulce hogar que el pescador compartía con su mujer y sus ocho hijos, el más pequeño de los cuales se llamaba Peter Hans, o Pedro Juan, en castellano. Peter John, en inglés. Kefa Iojanán en arameo, la lengua de Jesús.
Pedro Juan abrió la puerta esa mañana y metió a casa las botellas que el lechero en su tierna labor del amanecer había depositado sobre el tapete, y con ellas la botella de nuestro relato. La madre de Pedro Juan, al vaciar las de leche en una gran cacerola para preparar yogur, encontró la del pedazo de papel.
- ¡Pedro Juan! ¿De qué se trata esta broma? -gritó la madre, encolerizada. Era de cólera fácil la señora. Pedro Juan se acercó a ella para enterarse, y recibió un fuerte golpe en la cabeza con la enorme cuchara de madera de abedul que su madre gustaba de enarbolar. Llorando y moqueando como un niño (pues es lo que era, un niño de cuatro años) salió de la casa dejando atrás los gritos de su colérica madre y arrojó lejos la botella de la discordia, que se rompió en tres mil pedazos exactos contra una pared.
Los tres mil pedazos de botella se hundieron en el canal frente a la casa que habitaban y siguieron habitando Pedro Juan, sus siete hermanos y hermanas, su colérica madre y su padre pescador; y el pedazo de papel se hundió también, perdiéndose su mensaje (si es que había uno, pues nada nos indica fuera del sentido común que el pedazo de papel estuviera escrito) para siempre jamás.
Fin.


¡Epa! ¡Qué flor de cuento eh! ¿Quieren saber lo que decía el pedazo de papel, el puto pedazo de papel de la puta botella? Decía: "Ayer tomé cuatro vasos de kir. Hoy me estoy cagando; pero creo que si voy al baño, vomito." ¡Y Pedro Juan recibió un golpe por eso! ¡¿A ustedes les parece?! ¡Aaaharg, qué bronca! ¡Odio a las madres golpeadoras de niños de cuatro años con cucharas de madera de abedul, las odio! Pero bueno, qué se le va a hacer. Tampoco es cuestión de ir diciéndoles a las madres cómo criar a sus hijos. Yo creo que ser madre de ocho hijos no es tan fácil tampoco, y hay que tolerar que a veces se pongan un poquito violentas por pelotudeces.

En fin.

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